sábado

Ser estudiante y vivir en el intento [Parte I: Sobre las fuentes laborales y su ausencia]

Muchas personas recuerdan a la escuela (más específicamente a su recorrido por la secundaria) como una de las mejores etapas de su vida. Claro está (y si no está claro, lo dejo asentado ahora), yo no soy una de esas personas. Sin embargo, pase por esa etapa y viví todos esos momentos miserables que atraviesan los muchachos y las muchachas que empiezan a buscar su “qué estudiar” sin un horizonte demasiado definido y terminan por llenar una extensa planilla de inscripción para quedar, sin pena y mucho menos gloria, anotados en una de esas carreras… Me refiero a aquellas que se apartan de las “comunes” (léase, ingeniero, abogado, contador, profesor de…). Son esas carreras que no están en todas las universidades, esas de las que nadie pareció haber escuchado alguna vez y de las que ningún conocido se recibió. No casualmente olvidé mencionar las posibilidades de inserción laboral de las tan mentadas “carreras poco comunes”. Si bien este es un factor que, con distintos grados de previsión, se suele tener en cuenta a la hora de decidir en qué vas a invertir los próximos cinco años de tu vida (que, por supuesto, después terminan siendo seis, siete o más); no siempre nos queda claro el “ah, con esto voy a poder hacer tal cosa”. Si la cuestión pasara como cuanto conflicto existencial uno padece (es decir, empolvado en el fondo de nuestra cabeza o bien carcomiéndonos la vida a cada instante), no habría mayores inconvenientes. A lo sumo, los problemas vocacionales (pero sobre todo los económicos) vendrán luego; cuando tengamos que dedicarnos a buscar trabajo y nos encontremos con cosas que no nos gustan hacer. (Y ahí es cuando aparece nuestro diablillo confesor para decirnos “¿viste que tendrías que haber dejado y dedicarte a otra cosa?”). Pero no. Los problemas con respecto al “a qué me dedico” surgen incluso antes de que estemos estudiando la susodicha carrera. Son esos momentos en los que nuestros parientes y amigos más cercanos (no, los copados no) te hacen esas preguntas tan odiosas… Quién no vivió nunca la escena de estar tomando mates en la casa de la abuela (una abuela arquetípica, claro), navegando en un mar de tranquilidad (o sea, boludez) cuando de repente escuchás: “Ay… ya terminás la secundaria…”. ¡Fatídica frase premonitoria que anuncia una cagada! En esos momentos es cuando ponemos nuestra mejor cara de “Se… ya termino…”. Siempre cara, nunca una respuesta verbal: cuando dos naciones se enfrentan en su discurso, un mínimo detalle puede provocar la guerra. Y así uno va escuchando el zumbido del misil que se aproxima… La abuela abre la boca y te dice: “¿Y qué vas a estudiar…?”. Por supuesto, se ahorró la pregunta inmediatamente anterior: ¿vas a estudiar? Para qué hacerla… Sí, voy a estudiar, como si tuviera otra opción… Entonces, juntando fuerzas pero diciéndolo casi despacito, decís… “…” (Nota del escritor: introduzca aquí la carrera poco común que ha elegido en suerte). “Ah…”, dice la abuela. Claro, no va a decir “qué lindo” o “qué bueno”… No, ¿para qué? Lo más lamentable es que uno sabe que va a venir otra pregunta… Y ahí el quid de toda esta cuestión. No puede contenerse. Busca en todos sus recuerdos tratando de encontrar alguna palabra similar con la que pueda relacionar tu carrera, intenta acordarse si tiene algún conocido que se dedique a eso (alguien del barrio, su familia, algún hijo o nieto de María). Pero (nuevamente) no. La abuela no puede referenciar un pito. En su vida, larga vida, había escuchado eso… Y, claro, se hace hasta entendible (pero nunca justificable, válgame dios) la anunciada tormenta: “¿Y con eso de qué podés trabajar…?”. WRONG! Eso… Eso, justo… Es lo único que no tengo claro… Me conozco el plan de estudios, me di una vuelta por la facu, sé más o menos qué materias voy a tener que cursar al principio, ya tengo la fecha del curso de ingreso, sé qué colectivo tomarme o dónde atar la bici… Pero eso… eso, justo… No lo sé… Claro, hay que contestar… O contestás o tirás alguna noticia que en la jerarquía de intereses y chusmeríos familiares sería más relevante (algo como “voy a ser padre”, “me confundí con mi prima”, “me voy a meter a cura” o “hace tres años que fumo”). Y como, en general, no tenemos ninguna de estas novedades (o bien las tenemos y no se nos antoja contarlas), respondemos… Y, obviamente, toda respuesta a esa pregunta tiene que empezar con un “Y…” (el equivalente al “eeeemmmmmm” de los orales). Ese simple sonido es el que te da los últimos segundos para elucubrar algo amable y que zafe). Acto seguido, decís: “… podés trabajar de muchas cosas”. Sí, lo amable puede ser, pero lo de zafar está en duda (¡claro que sí!). Sucede que este barato cliché no es otra cosa que un instrumento más de dilación: léase, una prórroga pedorra. (Es el equivalente al “depende desde qué punto se lo mire” en cualquier charla de café donde evidencian los grandiosos errores de tu postura o, por supuesto, cuando te toman algo y estás intentando –siempre inútilmente- recordar la fotocopia). Luego, intentás repetir lo mismo que te dijeron cuando fuiste a la facultad y preguntaste lo mismo que te pregunta tu abuela ahora. Y, como era de esperarse, caes en la cuenta de que: (1) no estabas prestando atención; o (2) no entendiste nada, tenés menos capacidad crítica que un chorizo y, ergo, no se te dio por seguir preguntando. Esto es, “Podés trabajar en empresas, para el Estado…”. Sí, claro, “créetela y salí a contarlo”. En tu puta vida vas a trabajar para una empresa y, como no te metés en nada y no tenés ningún amigote en los “puestos estratégicos”, tampoco vas a trabajar para “el Estado”. “Y… ¿haciendo qué?”. Entiendo que con tus años no quieras seguir lidiando con incertidumbres… Pero es inevitable pensar “abuela… no rompas más los huevos con el tema…”. “Y… de muchas cosas…”. Ya acá el “Y” inicial es pura costumbre y el “de muchas cosas” expone tu resignación… Resignación que hace que termines agregando “… también podés dar clases…”. Sí. Ahí la abuela revive y se alivia. “Ah… Qué bueno… Mi nieto profesor…”. Sí, voy a estudiar más de cinco años para que todo mi mundo conocido crea que voy a dar clases. Y lo más triste es que ni siquiera creen que voy a dar clases en la universidad. No, en la escuela. Pero eso no es lo peor. Lo peor de todo es que, una vez recibido, voy a estar “sobre calificado” para cualquier empleo más común (y, si no ponés el título en el currículum, corrés el riesgo de que crean que un agujero negro se chupó los últimos años de tu vida o que sos un vago que no hiciste nada) y para esas cosas que sabés hacer (PORQUE ESTUDIASTE PARA ESO), te faltan antecedentes. Lo más probable es que estés uno o dos años tratando de conseguir alguna beca de posgrado (las cuales no se computan como salario y, por lo tanto, no tenés aportes, ni obra social, ni posibilidad de agremiación); presentando en cuanto congreso haya el mismo trabajo con distinto título (y lo más probable es que no seas siquiera el único autor, porque seguramente hiciste ese puto trabajo en grupo –léase, lo hiciste vos, pero tenés que poner al resto). Y, al final, terminás dando clases… No, en la universidad no. En la escuela secundaria…

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